Sombras chinas

Necesitaba aire. Abrumado por las clases virtuales salí al balcón. En la terraza vecina, del cual solo tenía una visión lateral, germinaban unas piernas largas de mujer que resplandecían al sol. La mujer advirtió mi presencia y saludó espontánea, el resto del cuerpo se asomó al sentase y girar para mirar. Tenía un grueso libro en la mano, y de manera refleja pregunté que estaba leyendo. “Carroll” – respondió mientras sonreía. Así nos conocimos.

Un par de días después me invitó a almorzar. Un domingo al mediodía. Me venía bien cualquier día, y mis cuarenta años tomo todo con más calma. Cuando ingresé a su departamento fue como penetrar a una casa de muñecas. Mi vecina tiene alrededor de treinta años, delgada, pelo oscuro, abundante y ondulado. Un lunar sobre el labio le daba un toque oriental, aunque parece no tener edad, y sus facciones pueden variar según el ángulo con que se la contemple, se movía nerviosa por toda la sala.

En el vaivén de sus movimientos, observo los objetos sobre las mesas, repisas, un botinero tapizado de brocado, y un bahiut Luis XVI. Repartidos por todos los rincones hasta saturar el espacio y crear la ilusión de que uno se encuentra en un pequeño teatro de marionetas o en la sala de un coleccionista de bibelots.

En el paneo visual, por momentos parece un diorama de mitología hindú, paisajes de celebraciones chinas, o un retablo de culto de los orixás. Me senté a una pequeña mesa espejada, ella iba y venía entre la sala y la cocina, y rápidamente intuí que no tenía habilidad en cocinar. En los momentos en que se retiraba, yo estudiaba cada adorno. Leones de Fu de jade, máscaras de Ganesha, incensarios y ceniceros de bronce, tapices norteños, pequeños pilones de agua junto a varias esculturas de Buda, una pipa de espuma, junto a un abrecartas con empuñadora de marfil, brotes acuáticos de bambú, y un alhajero art nouveau. Donde dirigía la vista, encontraba una escena abigarrada, tabernáculos en miniatura. Una pequeña escultura de Santa Bárbara danzaba junto a otra de Xapaná, el dios de las epidemias.  En las paredes había cuadros de ángeles arcabuceros, mandalas, atrapasueños y colgantes con pequeños elefantes de papel maché.  Ella trataba de agradar y al mismo tiempo se presentaba como alguien capaz de desafiar cualquier norma. Pregunté sobre los objetos, me dijo que los heredó de su padre, quien fue embajador en distintos países y que en cada viaje traía algo para su colección particular, y al mismo tiempo señaló un esquinero con tres bastones con empuñadura de plata y caña de ébano. Sonrió y acto seguido tomó distancia de su gesto. Almorzamos mientras contaba la historia de su vida. Perdió a su padre a la edad de doce años, en un confuso episodio que se caratuló como suicidio, pero que por las evidencias se trató de un homicidio. Algo confusa agregó que fue por razones económicas, aunque percibí que la historia no estaba completa.

Almorzamos con vajilla fina y me confesó que amaba todo lo relacionado con lo esotérico. Conversamos sobre yoga, tantra, I ching, la vida de Milarepa, ahí saltamos a Gurdjieff, el zen,  y mezclamos todo en una ensalada oriental. Bebimos café en pocillos de Versacce. Ella encendió sahumerios, se justificó algo tímida, no quería que los vecinos identificaran el olor del porro que acabábamos de liar y por eso abanicaba el aire con sus manos.

¡Y si escuchamos música! – propuso, y se dirigió a un minicomponente. Empezó a sonar Patti Smith. Ella tarareaba sobre la letra, ambas voces sonaban hermanadas, adolescentes, saltando sobre los tachos. Taconeaba el suelo con botas y su energía se ramificaba por sus jeans hasta el balanceo de su cabeza, y sacudía su melena como una chamana a punto de entrar en trance, muy suave y afirmándose en el compás siguiente, hasta incorporarse y bailar en medio de la sala, columpiando hombros y torso.

A pocas cuadras del complejo se desarrollaba una manifestación anticuarentena y desde la ventana abierta llegaban algunos ecos de la movilización, ante el murmullo de los bocinazos y gritería, ella acentuaba en crescendo las frases finales. Era una canción sobre una ciudad despiadada. En uno de sus movimiento giró y de repente en la frase final, ciudad de la muerte, repitió el estribillo con furia, hasta caer exhausta en un sillón. Yo solo la miraba como si no escuchara la música, como en una capsula de silencio. La imaginaba como una bailarina de cajita musical. A pesar del gesto desinhibido, un matiz de timidez y fragilidad destella en sus ojos, una velada carencia que buscaba sensaciones protectoras. Permanecí inmóvil, sonriendo y con la vista fija en su rostro. Inmediatamente se incorporó y recuperó un tono juguetón. Prometí regresar días después, para que pudiera leerme el tarot.

Pasaron algunos días sin vernos. Nos cruzamos en la puerta de entrada del edificio, en realidad ella me sorprendió por detrás cuando introducía mis llaves en la cerradura.

-¡Que tal! ¿Cómo estás? ¿Cuando venís a casa? Quedó pendiente lo de las cartas.

– Sí, no quería molestarte, y además estuve un poco ocupado.

– ¿Este finde te viene bien? Hay conjunción de Júpiter con Plutón.

Caminamos por el palier. Ella mira con expectación. Algo en mí dudada.

-Puede ser. ¿Qué significa lo de Júpiter y Plutón?

– ¡Dos potencias se saludan!

No pude dejar de sonreír.

-Entonces sí – respondí. Subimos al ascensor.

En su piso y antes de cerrar la puerta plegable del ascensor lanzó: “Te espero el sábado. Será una buena sesión”.

El sábado siguiente me presenté a su puerta con un malbec de medio pelo. Al abrir, sus ojos se dilataron como si no me esperara y en un tono frío me invitó a pasar. Por un momento pensé que me había confundido y le incomodaba mi presencia.

– ¿Era hoy, no?- pregunté.

– Sí, sí….- dijo y se escabulló hacia la cocina desde donde agregó: Es que tuve un pequeño inconveniente, nada importante.

Le sugerí entonces que podíamos dejarlo para otra ocasión, que para mí no era importante, pero ella negó y paulatinamente su rostro se fue relajando hasta mostrarse nuevamente interesada.

– Sí, hoy es el día, solo que tuve algo…pero ahora estás acá y las cartas van hablar, además hoy es la conjunción de Plutón y Júpiter.

– No sé nada de astros, pero vos me dirás.

– Antes podríamos ponernos en tono, ¿no te parece?

Me encogí de hombros porque no sabía a qué se refería. Buscó en su habitación y regresó con una pequeña bolsa ziploc con algo parduzco. Me lo extendió y no supe que era aquello. Parecían pequeñas bolas secas de algo gomoso. “Son hongos, ¿has probado la psilocibina?”, “No, nunca”

– ¿Querés probar antes del tarot?

– Sí, me gustaría –dije sin pensar, expectante entre la ansiedad y un poco de temor a perder el control.

Entonces despejó la sala central y puso almohadones y algunas mantas. Ambientó con música de ícaros peruanos y solo dejó encendida una pequeña lámpara de luz tenue. Abrió las cortinas del balcón que dejaron ver una noche espléndida.

– Mitad y mitad, si te parece.

Repartió aquellos hongos que según ella provenían del sur argentino y comenzamos a masticar muy lentamente reclinados sobre los almohadones. Al principio me preparé para un gusto desagradable pues había traído unos chocolates por si me resultaban demasiado agrios, pero los toleré bien.  Mi experiencia con las drogas no era muy variada, salvo la marihuana, cocaína y ácido no había experimentado con otras sustancias. No sé porque en ese momento recordé su parca recepción, y nuevamente me disculpé si había llegado en mal momento, pero ella no escuchó o fingió no escucharme.

Laura, o al menos así dijo llamarse, me informó que los efectos llegarían a los cuarenta minutos, que debíamos permanecer en silencio y tratar de escuchar lo que las plantas tenían que decirnos. Nos recostamos en el piso, cubiertos con mantas, en silencio. Ella se ubicó en posición fetal, por mi parte, boca arriba y con los brazos en cruz, mirando la ventana que encuadraba una noche de azul perfecto. Me concentré en la música. Las letanías de viejas indias, un murmullo de semillas chocando en los Shacapas como guijarros en el río, o la lluvia sobre los techos, me adormeció para lentamente agudizar el sentido del oído y lograr captar cada sonido de manera individual. Las silabas monótonas, cansinas, apenas sopladas que siguen el ritmo del tambor, una marcha de ajorcas, una ronda de sonidos entrelazados. La voz repitiendo el sonido en el eco giratorio del corazón. Los ícaros se desplegaban en un vuelo espiralado, se abrían en el espacio como una fuente, o un árbol que crecía, o la figura de los fuegos artificiales que estallan y descienden hasta el chapoteo de un baile sobre un camino de tierra mojada. La sinestesia arrojaba conexiones sorprendentes, lianas de sentido en la que cada figura de la habitación creaba una escena en la imaginación, una especie de claro de bosque que iluminaba una apariencia fugaz. La mente creaba pequeños escenarios, donde algo se presentaba, el Darshán, esa especie de visión momentánea de santidad vedanta. Los Budas sonreían maliciosamente, y Ganesha serpentea su trompa con tímida lascivia.

Para despojarme de las imágenes que comenzaban angustiarme, tal vez por la necesidad de orden frente al caos, me incorporé y observé a través del amplio ventanal la noche de verano. Nubes resplandecientes avanzaban desde el sur sobre la cúpula de la iglesia, y la luna en todo su esplendor, imantaba las superficies de los edificios con brillos fantasmales.  No pega una mierda me dije, mientras miraba distraído hacia la calle.

Las sombras de los álamos se extendían sobre el empedrado y el grito de un borracho taladró el silencio de aquella hora.  El siseo de los ícaros me transportó hasta el borde de un mar invisible. Parado ante las aguas que llegaban en olas hasta mis pies. Arriba, las estrellas conducían caravanas.No recuerdo exactamente cuánto tiempo permanecí frente al ventanal. Las imágenes de distintos momentos de mi vida se sucedían vertiginosamente. Todo era ruinas, solo era posible seguir hacia adelante.

Al girar, observé a Laura semidormida. Sus gestos se endurecieron, parecía mayor de su edad, con el ceño fruncido como si estuviera padeciendo un dolor interno. Una pequeña lágrima rodaba por su mejilla.

– ¿Estás bien?- pregunté en susurros. Sí, solo pienso en los ausentes – respondió ocultando el rostro. –¿Te pegó? No respondí, solo sentía una sensación de placidez, pero nada en especial. Ella intuyó mis pensamientos.

– No deberías moverte tanto y dejar que la planta te hable.

Me recosté nuevamente y cerré los ojos. Las imágenes surgieron nuevamente. Una pequeña cabaña rodeada de árboles. Una marmita humeando. Una niña que juega en un pozo de agua, construido con piedras, donde cría ranas y sapos. Pero estas imágenes mutaban de manera inexplicable. Simplemente sucedían. Como en las películas navideñas que solía ver en los antiguos vhs y luego me iba a beber ron a la terraza y contemplar las estrellas con mi amiga, y contarle sobre las peripecias de George Bailey.De pronto, la película se enrolla. Los personajes se invierten, los diálogos se confunden, se mezclan con las sombras de los árboles, balanceadas por el viento, que se proyecta sobre la pared lateral de la casa. No aquí, en este departamento, en la otra casa, la grande, la que ya no existe, la que solo vive en mí.

A mi lado Laura respiraba agitada. Parecía sollozar, como si sofocara sus gemidos. Desde mi posición no podía verle el rostro. Me acerqué delicadamente. Al descubrir la manta con la cual oculta su rostro, quedé por un instante petrificado. Sonreía, algo pérfida, como si supiera todos mis secretos. Me aterroricé por un instante. No sabía cómo responder. Ella me miraba fijamente. Los ojos encendidos como los gatos cuando son sorprendidos.

– Has notado los colores – y señaló un gran cuadro con un mandala multicolor.

Enfoqué y no percibí nada en especial. No podía ver las líneas que giraban en sentido contrario, ni los colores flotantes que se expandían desde sus casilleros, ni las nubes fluorescentes que giraban sobre un eje. Nada de eso y pensé “Es todo, ¿Es esto? ¡Solo esto! ¡Qué mierda va a pegar!” Y sospeché que mi buena amiga había sido estafada en su buena fe y había comprado hongos comunes. Pero ella parecía poseída o algo así, porque desde sus ojos salía una luz, como linternas que iluminaban el cuarto y proyectaban el pasado. Me recosté nuevamente y me dediqué a contemplar el juego de figuras que desde la luz de una vela surcaban el techo con movimientos fugaces. Parecen bailarinas, o sombras chinas. dije. Ella asintió.

 

Las fotos intervenidas pertenecen al libro Coming Fairies, de Sir Arthur Conan Doyle.