La última imitación
La primera imagen que me viene a los ojos cuando escribo el nombre de Lucas Staub es una ventana de vidrio que estalla en mil pedazos. No recuerdo la fecha exacta, pero estoy convencido de que era febrero. La luz tenía una consistencia definida, como si no fuera solo luz, sino también algo más vivo, más tangible: temperatura, no, temperamento. El mismo Lucas me dijo una vez que recordamos mejor los veranos que los inviernos. “Hay algo en el sol, algo, cómo decirte, querido…” Por alguna razón que se me escapa la frase quedó inconclusa, cortada en su zona más sensible, y ahora los puntos suspensivos siguen moviéndose solos en busca de la palabra perdida. Si la cito no es porque haya confirmado esa intuición meteorológica sino porque me divierte pensar que Lucas vive en una playa frente a un lago, en un balneario de provincia, donde nadie puede reconocerlo, lejos de su pésima fama y de sus peores enemigos. Pero quedémonos en el salón donde va a estallar la ventana: la luz de febrero se expande sobre los muebles, parece agua plateada, metal líquido. Es mejor que un aplauso, es una ovación. El sol festeja el espectáculo que está ofreciendo el imitador más talentoso del país para un público privilegiado compuesto por tres sillas vacías y un príncipe sentado en el suelo: yo mismo. Lucas parece mi copia, mi gemelo, una proyección de mi cuerpo fuera de mi cuerpo, habla con mi voz, repite mis gestos, me duplica, me refleja, como si toda su vida hubiera ensayado para servirme de doble. Perdón, aún no me presenté y ya estoy abusando de la primera persona. Tengo nombre y apellido, por supuesto, pero en vez de mi nombre y mi apellido, lo único que voy a decirles es que me dedico al negocio de las modelos y que soy lo bastante conocido como para que Lucas me incluyera en su show titulado Experimentos con seres humanos.

La imagen de la ventana que explota solo es un momento especial de ese verano que pasamos juntos en mi casa de Uruguay: un momento especial precedido por una larga serie de momentos especiales. En febrero, ya éramos inseparables, ya dormíamos en la misma cama (con alguna joven maravilla desmayada entre los dos), ya decíamos las mismas palabras incluso cuando opinábamos lo contrario. A veces nos vestíamos con ropas idénticas para que la gente creyera que éramos hermanos. A Lucas le bastaba mover los músculos para que su cara se convirtiera en mi cara. Más que mis rasgos asumía mi personalidad: actuaba como yo, reía como yo, pensaba como yo. Una revista de la farándula publicó una serie de fotos en las que aparecemos tomados de la mano frente al mar. Los dos vestidos de blanco, con las camisas abiertas en el pecho y anteojos oscuros. En la primera foto, caminamos sobre la arena; en la segunda, uno aparece de espalda (¿yo? ¿Lucas?); en la tercera, le hablo al oído; en la cuarta, tenemos los pantalones arremangados hasta las rodillas y los pies metidos en la espuma. El título entre signos de interrogación no fue una ocurrencia de los editores sino del mismo Lucas. Llamó a la redacción y les dijo que en vez de la obvia alusión sexual, pusieran algo que estimulara la imaginación de los lectores. Ahora que lo pienso tal vez esa idea empezó a incubar la epidemia conspirativa que se desató después. Lo cierto es que el resultado de la llamada sería el recordado: “¿Qué planean estos dos?”, retomado en publicidades virales y en campañas de alianzas corporativas. Lucas habló con mi voz y dijo lo que yo podría haber dicho si me interesara esa clase de relaciones públicas. Cuando terminó la conversación, apagó el celular con un gesto despectivo, giró sobre sus pies, y vi mi sonrisa dibujada en sus labios. Los envidiosos opinan que sufríamos de telepatía, y les daría la razón si esos actos de Lucas no hubieran sido lo opuesto a la telepatía. Él no me leía la mente, anulaba la distancia entre su mente y mi mente, hacía que tuviéramos una sola mente dividida en dos cuerpos distintos. La diferencia entre nosotros es que él veneraba mi personalidad única y yo me divertía con sus personalidades múltiples. Lucas podía ser cualquier cosa que se le ocurriera imitar, y de hecho cada día era un ser diferente, no solo personas conocidas y desconocidas, también el sol, el mar, una pelota inflable o un puñado de vidrios rotos.
Lo mejor hubiera sido conservar estos recuerdos en la más absoluta intimidad, pero desde que Lucas dejó de presentarse en público se han generado tantos malentendidos que tuve que rebajarme a escribir mi propia versión de los hechos. Empiezo, entonces, por el principio. Me enteré de que yo era uno de sus experimentos cuando lo vi actuar por primera vez en una estancia de la provincia de Mendoza. La sala funcionaba en el sótano de una bodega de vinos regionales y solo había un discretísimo grupo de personas como espectadores. Lucas se hacía llamar Doctor Mimético y se vestía igual que esos científicos locos que aparecen en las historietas: un guardapolvo abotonado en los ojales incorrectos, lentes de aumento que le agrandaban los ojos y un moño retorcido en el cuello que parecía una mariposa injertada en un murciélago. La escenografía simulaba un laboratorio: un alambique repleto de tubos de ensayos con líquidos de diferentes colores y probetas que humeaban como si estuvieran a punto de estallar. El Doctor Mimético se movía enloquecido en ese mundo inestable y hablaba de una sustancia poderosa cuya fórmula nadie más que él conocía. Voy a mezclar personas, anunció con una risa escalofriante. Acá tengo, dijo levantando un tubo de ensayo en la mano derecha, los fluidos de Ernesto Guevara Lynch de la Serna, y en esta otra mano, los fluidos de uno de los señores presentes en la sala (me guiñó un ojo mental). ¿Qué puede salir de la mezcla entre un revolucionario y un coleccionista de señoritas? Veamos. Se arrancó el guardapolvo, se sacó los lentes, le cortó las alas al moño, hizo aparecer una boina en su cabeza y en menos de un instante se transformó en la imposible combinación del Che Guevara y yo. Era un resultado aberrante, pero verdadero a la vez, cómico y terrible, porque revelaba lo mejor y lo peor de las dos mitades que componían el monstruo. Lamentablemente algunas personas se sintieron afectadas por ser incluidas en esos espectáculos, ofendidas o indignadas por el retrato que ofrecía de ellas el Doctor Mimético. Es probable que sean esas personas las que iniciaron la campaña de desprestigio.
Me hubiera gustado que me presentaran a Lucas esa misma noche, pero los dos teníamos compromisos ineludibles en distintas ciudades. Una camioneta me dejó en un aeródromo privado desde donde volé a Santiago de Chile. Había una fiesta en la que se reunían las cien personalidades más influyentes de Latinoamérica. En el ranking publicado por la versión chilena de la revista Fortune, yo ocupaba uno de los primeros lugares. Mi presencia tuvo un efecto inmediato: la nieta del organizador me guió hasta una suite del hotel alquilado para la fiesta y se desnudó sin mi consentimiento. Tenía las tetas demasiado grandes para una chica de su edad, y sentí que me subía una arcada desde el estómago cuando me pidió que le mordiera el cuello. Hice el trabajo con la dignidad de un profesional y la chica me recompensó con una buena historia, la historia de otra combinación del Doctor Mimético. Me contó que en un espectáculo exclusivo en una chacra de la Serena, Lucas había mezclado a Augusto Pinochet con Violeta Parra y había cantado una versión suicida de Gracias a la vida. No conocí un argentino más… más… ¿cómo dicen ustedes?… más zarpado que ese tal Doctor Mimético, suspiró la chica mientras jugueteaba con mi instrumento insensible. Si cometo la indiscreción de citarla es porque sus palabras revelan un prejuicio común. Ella y muchos otros más influyentes y menos ingenuos que ella pensaban que Lucas era un provocador, un artista del escándalo, alguien dispuesto a hacer cualquier cosa para obtener los máximos beneficios de su talento de imitador. Esos prejuicios también explican los rumores que empezaron a propagarse desde que estalló la ventana. Pero son mentiras. No era esa clase de efectos lo que Lucas buscaba con sus imitaciones. Tenía un ideal más ambicioso: la perfección. Cuando imitaba a una persona no se limitaba a copiarle la voz o los gestos sino que la reencarnaba en la mejor versión de sí misma.
Desde el día del show en el sótano de Mendoza hasta que me presentaron a Lucas pasaron varios meses. Yo podría haberme olvidado del experimento que me dedicó si la cara del Che Guevara, estampada en remeras, pintada en paredes o reproducida en fotos, no me lo hubiera recordado constantemente como una especie de asterisco visual. El escenario del encuentro fue la casona de un amigo en Buenos Aires. Llegué a la madrugada, cuando los invitados más viejos ya se habían retirado a sus panteones y no quedaban muchas ninfas en la pileta de natación. Lucas permanecía lejos y solo, observando a dos chicas (una rubia y otra morena) que jugaban con una pelota inflable y de vez en cuando lo salpicaban y se reían. Tan concentrado estaba en esa variante divina de deporte acuático que no se dio cuenta de mi aparición en el parque y hubo que mandar a un mozo a buscarlo. Durante el trayecto que nos separaba, no pudo reprimir su instinto de imitador y caminó como si fuera una réplica exacta del mozo, con el mentón levantado y la espalda bien recta. No se sí los demás lo notaron, pero por la manera en que me miró mientras mi amigo porteño y su esposa nos presentaban entendí que esa brevísima función improvisada era exclusiva para mí. El mozo nos sirvió champagne, y con la copa en la mano, Lucas propuso:
–¿Un brindis?
Mi amigo porteño y su esposa también levantaron sus copas, pero Lucas y yo sabíamos que solo brindábamos por nosotros dos. Seguimos bebiendo varias horas más y hablamos todo lo que bebimos. Lucas cambiaba de voces a cada rato, era mi amigo porteño, era su esposa, era yo, era él mismo, era tantas personas que resultaba más vertiginoso que el champagne. En algún momento, nos quedamos solos con la morena y la rubia en un enorme dormitorio adonde nos había conducido el mismo mozo impasible. Las chicas estaban mojadas, borrachas, divertidas, y saltaban sobre nosotros como si ahora ellas se hubieran convertido en una pelota inflable. Mis últimas palabras antes de dormirme fueron:
–Este verano te venís a mi casa en Uruguay.
Tampoco es verdad que el arte de Lucas estuviera dominado por la obsesión de despertarse junto a una chica diferente cada mañana. Voy a dar un ejemplo que ilustra muy bien lo que él sentía por lo que nuestros penosos códigos penales aún llaman “menores de edad”. Unos meses después del estallido de la ventana, se presentó en un teatro clandestino de la provincia de Salta. Nos volvimos a encontrar con algunas personas que habían asistido al espectáculo en Mendoza, aunque ahora había más tensión en el aire, más ondas negativas que positivas orientadas hacia Lucas. La única “menor de edad” era la hija del dueño del teatro. No se entusiasmen: lo que podía tener de atractivo por pertenecer a la primera generación del siglo veintiuno se veía eclipsado por un exceso de genes dominantes que le achinaban los ojos, le achataban la nariz y le ensanchaban las caderas. Como soy una persona sensible, yo me mostraba indulgente. Lucas, en cambio, no le prestaba atención, no respondía a sus insinuaciones, no la miraba a los ojos, y cuando ella le pidió que le firmara un autógrafo en una deliciosa prenda interior sobreviviente de su época premenstrual, él apenas garabateó una letra indignada: M. Pensé que solo la había registrado en un área marginal de su cerebro. Pero me equivocaba. Al final del show, en el número del laboratorio, Lucas se dirigió al público para anunciar que iban a presenciar un nuevo experimento con seres humanos. Mostró el tubo de ensayo y dijo: Señoras y señores, una sola gota de este líquido podría cambiar la historia de la humanidad. Acercó el tubo de ensayo a su nariz, y exclamó: Ahhh… ¿Saben a qué huele? A perfume. ¿Qué perfume? Chanel Nº 5… O ¿sea…? Y todos los presentes respondieron con un suspiro: Marilyn, Marilyn… El Doctor Mimético aprovechó ese suspiro para exhibir el otro tubo de ensayo. Vamos a mezclar los fluidos de Marilyn Monroe con los fluidos de esa simpática señorita que todos quisiéramos tener sentada sobre nuestras rodillas. Y señaló con los ojos a la chica. No sé cómo lo hizo, pero una vez que se sacó los lentes y se arrancó el moño y el guardapolvo, realmente parecía el fantasma de Marilyn encarnado en una adolescente salteña. La fusión generó una criatura perfecta, la chica se veía transfigurada, elevada a una dimensión de sí misma equivalente a un ángel o a un demonio, preciosa, sin defectos, iluminada por la simbiosis con Marilyn. Y en ese momento me di cuenta de que la M escrita por Lucas en la bombachita no era la inicial de Malvado o de Monstruo, era la M de Marilyn, la M de Milagro, la M de Mimético.
Este ejemplo debería ser suficiente para refutar la acusación de que Lucas era un pervertido. Durante el verano que pasamos en Uruguay, estuvimos rodeados de decenas de chicas dispuestas a hacer cualquier cosa para ser modelos. Lucas las imitaba, las hacía reír, les ponía y les sacaba la ropa, y se metía con ellas en el mar a la noche. A veces, solo para divertirlas, se disfrazaba con el guardapolvo mal abrochado, los lentes gigantes y el moño híbrido, y les dedicaba una variante resumida de su espectáculo. He conocido a muchos señores viciosos a lo largo de mi vida, torturadores potenciales, verdugos nacidos después de la abolición de la pena de muerte, capaces de martirizar a niñas como si fueran animales, y estoy en condiciones de afirmar que Lucas no se parecía en nada a esos señores. Claro que podía imitarlos, claro que podía ser tan malvado y monstruoso como ellos, pero esa era una potestad de su arte, una potencia de su talento mimético, y no provenía de sus instintos sino de las fuerzas que encarnaba y reproducía en sus actuaciones. Les aseguro que fascinaba a las chicas, como fascinaba a cualquiera, porque era más que un artista, era una especie de espejo viviente que nos envolvía y nos reflejaba en todas nuestras posibilidades y en todas nuestras combinaciones. No exagero si digo que formábamos una sociedad perfecta, una comunidad ideal, compuesta por dos hombres y un elenco variable de señoritas. Pese al título conspirativo que le dictamos a la revista, Lucas y yo no planeábamos nada: no solo no nos importaba el futuro, no nos importaba el día siguiente, la hora siguiente, vivíamos dentro de una burbuja de tiempo, traspasada por el sol… No, no una burbuja, algo levemente más sólido y estable. Ya sé: una pelota inflable (la saco de la pileta de mi amigo porteño y me la llevo a Uruguay), una pelota no del todo traslúcida, pero lo mismo llena de luz, liviana, multicolor, un limbo flotante, redondo y cálido, que iba y venía por el aire del verano.
Insisto: lo mejor hubiera sido conservar estos recuerdos en la más absoluta intimidad, pero ya he tomado la decisión de hacer públicas mis opiniones. No sé si voy a aclarar las cosas u oscurecerlas un poco más. No sé tampoco si Lucas preferiría su leyenda negra o su leyenda blanca. Recuerdo varios episodios de nuestra vida en común y también muchas de las cosas que se dijeron de él en estos últimos meses. Es imposible refutarlas a todas, sería perder el tiempo, y solo provocaría nuevos malentendidos, aunque me gusta imaginar que Lucas y yo volvemos a encontrarnos para comentar esos rumores absurdos y reírnos juntos de la estupidez humana. La versión más conocida dice que la piedra contra la ventana fue lanzada por un padre indignado porque habíamos violado a su hija adolescente. No es necesario repetir que Lucas y yo nunca violamos ni pervertimos a nadie, lo que hicimos con las chicas, a las que por supuesto no les revisamos los documentos de identidad, fue simplemente lo que ellas querían (y no saben cuánto lo querían, las traviesas). Es cierto que hubo un padre indignado, pero no porque su hija ensayara con nosotros sus ejercicios precoces de gimnasia sexual sino porque no obtuvo el contrato de modelo publicitaria que supuestamente le habíamos prometido. Ese señor pasó una noche en la comisaría y mis abogados le iniciaron un juicio por acoso. Una variante ampliada de ese rumor insinúa que Lucas era un engranaje en el mercado internacional del tráfico de adolescentes. Pero hay una versión aún más delirante, la que dice que Lucas se aprovechaba de sus amistades en las altas esferas del poder en la Argentina, Chile y Uruguay para contrabandear información reservada. Su espectáculo Experimentos con seres humanos, además de ser una fachada donde se ocultaba su identidad de triple agente continental, habría sido un código secreto, un lenguaje que solo podían descifrar quienes conocían la clave.
Todas estas versiones originaron sus correspondientes leyendas de venganza, una serie de mitologías más o menos sangrientas que explicarían la desaparición de Lucas. La lista de mutilaciones empieza con el dedo meñique de la mano izquierda y termina con la lengua, sí, la lengua, la preciosa lengua del Doctor Mimético. No hace falta subrayar que si estas fantasías circularon libremente no es solo porque la gente necesita creer en cosas imposibles sino porque Lucas tenía el talento suficiente como para que sonaran posibles. Era el imitador perfecto, el doble de todos, y quiero pensar que si desapareció, si ya no se presenta en público, se debe a que encontró la forma de imitar el aire y volverse transparente. Conociéndolo como lo conocí, sostengo que hizo propia la versión de que le cortaron la lengua y de que lo forzaron a abandonar para siempre el arte de la imitación. Se despidió de los escenarios con un acto final invisible para el mundo. Ya no necesitaba nada más, tenía todas las voces en su voz, todos los cuerpos en su cuerpo, e imagino que ellos aún lo acompañan como un cortejo innumerable. Yo lo aplaudo. Me he convertido en su espectador mental, en su testigo a la distancia, y debo conformarme con la conjetura que más me divierte. Así veo a Lucas bañado por el sol, en una playa llena de gente, no frente al mar, frente a un lago, en un balneario, por ejemplo, en un lugar tan turístico y tan obvio que ninguna de las personas con las que se cruza podría reconocerlo. ¿Qué hace? No sé. Las conjeturas no son tan detallistas. Digamos que Lucas ya no es Lucas, se ha cambiado el nombre, y precisamente porque se ha cambiado el nombre le resulta fácil hacerse pasar por alguien al que le cortaron la lengua. Lo veo vestido de blanco, caminando por la arena, y no puedo dejar de pensar en el verano que pasamos juntos en Uruguay.
Vuelvo, entonces, a ese día de febrero en que estalló la ventana. Estamos en el salón principal de mi casa, colmado por el sol y por los rumores de las olas cercanas. Es esa combinación, supongo, lo que le infunde a la luz un temperamento tan vibrante y tan líquido a la vez. Yo estoy sentado en el piso, descalzo, en medio de tres sillas vacías. No me acuerdo con exactitud, pero a mi lado debe de haber una copa de champagne que emite reflejos y se suma a la coreografía luminosa de los muebles lustrados. Soy el único espectador de un espectáculo único. Soy un príncipe. Lucas me está imitando desde hace una hora. Ya me ha mezclado con el Che Guevara y con varios otros personajes famosos, y ahora ha vuelto a ser cien por ciento yo mismo, puro, destilado, como si mi imagen acabara de salir de un espejo y estuviera pensando en voz alta. Todo lo que Lucas dice ha pasado por mi cabeza alguna vez, incluso sin que yo me diera cuenta, y escuchar mis pensamientos materializados en esa voz ajena, esa voz que sin embargo es mi voz, me hace sentir que estoy en dos lugares al mismo tiempo. Quiero que siga, quiero que siga, quiero que no termine nunca este momento en que me veo y me escucho en el cuerpo de otra persona. Y justo en el instante de máximo encantamiento, justo cuando no parece haber en el mundo nada más que este show individual, la ventana explota en mil pedazos. Los fragmentos de vidrios saltan en varias direcciones y algunos se pulverizan en el aire. No es el estruendo lo que me arranca del hechizo sino el silencio posterior, el vacío que de pronto invade el salón a través de esa ventana que tanto Lucas como yo estamos mirando sin saber qué significa ni de dónde vino la piedra que la ha destrozado. No reacciono, no sé qué hacer, no puedo caminar sobre mis pies descalzos. Él sigue imitándome en silencio, su función no ha terminado; por más que no diga nada, conserva mi cara y mis gestos, y con mi cara y mis gestos se arrodilla y recoge un puñado de vidrios rotos.
–Mirá –dice exponiéndolos al sol.
Yo veo que brillan como diamantes, y por el brillo sé que voy recordar mejor este verano que todos los inviernos de mi vida.
«La última imitación» es un cuento inédito.
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