Tío Núñez
Tío Núñez tuvo un idilio de final nefasto con una morena bien formada, de ojos verdes y poco inclinada al diálogo. Luego de tres años de andar armonioso, nada hacía presumir el desenlace para la pareja; pero de la noche a la mañana la mujer comenzó a noviar con un muchacho bastante más joven que Núñez y de acomodada posición económica.
Tío Núñez había cumplido 35 años y le llevaba 10 a Virginia, la morena en cuestión. El beneficiado por el cambio de amores de la joven tenía 27 años y un pasado de grandes conquistas, a veces con fogosas veteranas que lo doblaban en edad. Pero habían sido romances efímeros y sin ninguna consistencia afectiva.
Lo que comenzó como un idilio furtivo, casi en secreto, se convirtió en pocas semanas en una relación formal. Tío Núñez, un tipo parco, pero de una inteligencia asombrosa, tuvo que aceptar la ruptura con su prometida, aunque fue cayendo en estados depresivos profundos. Trabajaba ocho horas por día en un estudio jurídico y era un estudiante crónico de abogacía.
Nadie en la familia pudo descubrir nunca por qué tío Núñez se cambiaba tres veces por día de calzoncillos. Se dijo que era un obsesivo de la higiene personal y no hubo otras especulaciones al respecto.
En rigor, era un tipo que se lavaba las manos y la cara a toda hora y usaba jabón blanco de lavar la ropa para asear sus partes íntimas, porque decía que prevenía el contagio de hongos.
Núñez medía algunos centímetros por encima del metro 80 y mostraba una leve desviación de columna sobre el lomo. Eso lo hacía algo encorvado, pero se esforzaba por andar erguido.
Al cabo de tres meses del desaire de Virginia, tío Núñez no se recuperaba de su caída en desgracia. El alcohol lo rescataba a veces del abismo y cada noche se pegaba con unos tragos largos de whisky o vino tinto; aunque nunca se lo vio en un estado de borrachera sin remedio.
La separación lo había dejado con las defensas bajas frente al sexo opuesto y no entabló otra relación sentimental, pese a que sus dos amigos del alma le acercaban a diario propuestas en ese sentido. El fracaso con Virginia lo convirtió en un tipo inseguro y le escapaba a embarcarse en aventuras que sólo contribuirían a profundizar su cuadro de estrés emocional. Incluso, le esquivaba al terreno amoroso rentado.
Sólo un milagro podía retroceder las imágenes difusas y gastadas al estado previo a la crisis; el regreso de Virginia. Pero la relación de la joven con el nuevo amante iba viento en popa.
Pobre tío Núñez. Se instaló en la casa de una familia amiga que le alquiló el cuarto de servicios. Virginia seguía viviendo en su casa de barrio Alberdi, a unas 10 cuadras de distancia del nuevo paradero de su ex novio, a quien no había vuelto a ver.
Más por afecto y comprensión que por una cláusula de contrato de locación, la dueña de casa, doña Angélica- una madraza ancha y retacona-, le acomodaba el cuarto y le cambiaba las sábanas dos veces por semana. Las pertenencias de tío Núñez entraban con holgura en un par de bolsos. Sólo le pesaba trasladar el pie de una máquina de coser antigua que él mismo convirtió en dressoir colocándole encima una plancha de mármol de color gris.
Una tarde de octubre, doña Angélica levantaría el telón para que se iniciara el capítulo más nefasto de la novela que le tocó en suerte a Núñez.
La mujer ingresó al cuarto del particular inquilino con un escobillón en una mano y una franela en la otra. Mientras sacaba la pelusa de abajo la cama, vio unas carpetas de tapas negras con papelería y fotos desordenadas y decidió acomodarlas sobre el referido dressoir, al lado de un par de helechos enanos.
No advirtió doña Angélica que al levantar una de las carpetas se cayó de su interior un papelito blanco de cuaderno común con un breve texto: “Núñez: esta noche te espero en mi departamento. Andá a cualquier hora que estoy estudiando. Un beso grande. Virginia”.
Doña Angélica leyó el mensaje y, en una reacción impensada, lo dejó a la vista, extendido sobre la almohada de la cama de Núñez.
Era un viernes caluroso y Núñez tenía planeado salir con amigos a compartir unos tragos en una de las tantas fondas que pululaban por la zona de Alberdi.
Llegó a la tardecita a la casa de doña Angélica dispuesto a someterse a sus aseos sin límites. Cuando entró a la habitación vio el papaelito desplegado sobre la almohada. Es difícil explorar los estados de ánimo por lo que pasó en esos segundos tío Núñez. ¡El milagro se había cumplido! Te espero a cualquier hora… Un beso…, fueron las palabras que le ablandaron el corazón.
Se tomó su tiempo. Se bañó, se vistió de riguroso sport y antes de acudir a la cita, a eso de las 11 de la noche, pasó por un bebedero solitario y se entonó con una cerveza de litro.
Virginia vivía en el segundo piso de un edificio de cuatro plantas, sin ascensor y con escaleras zigzag al aire libre.
Tío Núñez no podía controlar la transpiración de las manos. Se paró frente a la fachada del edificio y arrancó escaleras arriba, hasta llegar al departamento “E”. Tocó el timbre y tras unos pocos segundos se abrió la puerta. Ahí estaba Virginia de nuevo, con la cara lavada, pero tremendamente bella.
Núñez pudo observar sobre los hombros de la mujer a un hombre joven sentado en un sillón frente al televisor, con un vaso en la mano.
-Hola Virgi.
-hola Núñez, ¿cómo estás? ¿Qué pasa?
-Vengo por el papelito (se justificó Núñez, ya algo desorientado).
-¿Qué papelito?
-El que me dejaste hoy.
-Yo no te dejé ningún papelito, Núñez.
La retirada de tío Núñez del lugar y las horas posteriores al derrape fueron penosas, indescifrables. Qué fracaso, pobre tío.
-Escribí un cuento, tío, con lo que te pasó vas a narrar una historia imperdible.
-Bueno.
-¿Y cómo lo llamarías?
-Tío Núñez.
-Dale.
Tío Núñez se fue a vivir a La Pampa y nunca más supe de él.
Volvé, tío.
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2 comentarios
A cualquiera que haya sufrido un desamor, estremece ese «las horas posteriores al derrape fueron penosas, indescifrables». Admiración por elevación, don Carlos, no pude compartir redacción. Llegué tarde.
Tengo elprivilegio de conocer al autor y tambien el cuento hace UN TIEMPO , siempre me gustaron ambos,felicitaciones, abrazos.-