Caperucita (Engañapichanga 21)

para nadie

 

¿Vio cómo todo se va enlazando? Creo que es porque intento comprender las cosas, o porque quiero que todo suene ordenadito para dar, ¿darle?, una imagen agradable de mí… No quiero perder puntos de la trama/urdimbre, para que el dibujo aparezca más nítido, el dibujo de la vida, digo…

La Historia, la que lleva mayúsculas, se me fue mezclando de maneras inesperadas, algunas crueles, otras en las que sentía que restañaba las heridas.

Quisiera explicarle bien esto que sigue, dígame si me hago entender, si algo de razón tuve, porque no quiero ser injusto. No sé cómo hacer para no dar nombres, porque aunque no los escriba se pueden conocer o rastrear fácilmente, y ellos no tienen oportunidad de defenderse.

Voy a la ceremonia de entrega de los diplomas a jóvenes estudiantes que quieren que sea yo quien se los dé cuando los llamen a recibirlos, lo que me llena de orgullo. Al llegar al salón de actos me encuentro con viejos conocidos, de una camada más joven que la mía. Son una docena, y también esperan que les den el título, luego de casi cuarenta años, porque luego del golpe de Estado, en 1976, los militares cerraron intempestivamente algunas carreras y por lo tanto nunca habían recibido el título en un acto oficial. Cuarenta años para una reivindicación semejante suena a mucho tiempo: estamos en democracia desde 1983.

Han invitado a Córdoba a quien en ese tiempo ocupaba un puesto importante, que había sido compañero mío e hicimos la tesis juntos; después fue detenido junto a su esposa y estuvieron en la cárcel muchos años. Eran militantes de la izquierda peronista cercana a una agrupación marxista, algo bastante extraño, son concepciones que no puedo ni imaginar mezcladas. Luego salieron, asilados por el gobierno de Francia, usando algo llamado opción, como refugiados políticos. Pudieron sobrevivir, fue casi milagroso, porque eran prisioneros cotizados, a quienes usaban junto a otros como rehenes cuando Videla, el dictador –con el que comparto el apellido y nada más–, viajaba por el país. Si le pasaba algo a él a ellos los mataban. Hace mucho volvieron a Argentina y viven en Buenos Aires. Son psicoanalistas, intelectuales respetados. Fuimos muy amigos, viajé desde Verona a París a visitarlos en 1981. Un lindo encuentro.

Hará unos quince años me encuentro con ella, que había viajado a Córdoba desde Buenos Aires, en casa de una amiga, en una cena que reunía a sus amigos íntimos para festejar su visita. En medio de la cena cuento una anécdota de los tiempos duros, del 74.

El ejército había rodeado el barrio donde estaba la casa de ellos. Yo vivía al frente, cruzando la calle Valparaíso, pero sabía que no allanarían mi casa porque la línea de soldados circunscribía la cuadra de ellos, no la mía. Uno a metros del otro formaban una barrera casi infranqueable. Fue angustiante saber que serían allanados y estaban en peligro. Salgo a la vereda y veo que ella sale de su casa, me saluda desde lejos y cruza la calle. Lleva un canasto de mimbre con unos panes caseros tapados por un repasador rojo a cuadros blancos. Atraviesa sonriente y sin problemas la hilera de soldados, con una enorme sonrisa, y me dice: Vamos a tu casa. Entramos, saca una pistola del canasto, escondida debajo de los panes, giramos sin ton ni son buscando dónde dejarla que fuera seguro, y terminamos escondiéndola debajo del tanque de agua de mi casa.

Cuento esto a los amigos, luego de la cena, divertido; estábamos en confianza, todos sabían que ellos eran militantes y lo que habían vivido, y varios sufrieron también persecución, exilio y cárcel. Además, habían pasado muchos años desde el regreso de la democracia en 1983, no había peligro en contar cosas así. Digo que parecía la Caperucita Roja, por el canasto.

Cuando termino ella, con la voz quebrada, temblando, dice: Todo eso es mentira, eso nunca existió, no entiendo qué querés decir, estás inventando.

Reaccioné muy mal, el vino y la sorpresa me jugaron en contra y la cena se transformó en una pelea horrible, que todavía hoy comentamos con muchos de los presentes.

Nunca más la vi. Supe por su hermano que él, el marido, también me odió cuando se enteró, aunque no había estado esa noche. Se había solidarizado con su esposa.

La historia, claro está, tiene más bifurcaciones, escondidas, secretas hasta ahora, en que las ventilo: en aquellos años, en el 73, yo había tenido una relación, breve y fuerte, con el hermano de ella y cuando se enteró, porque le contamos, le dio un ataque casi psicótico y delirante, junto con un ataque de asma y otro de odio. No sabía de la condición sexual de su hermano, a quien adoraba. Creo que tuvo que inyectarse algo para poder respirar y sobrevivir a la impresión. Esa noche en cuestión lo soñó como si fuera un guerrillero muerto, tirado en una acequia. Contarlo ahora me causa gracia.

Volvamos al presente: está por comenzar el acto de la entrega de diplomas, al que yo había llegado por distintas razones, un amigo testigo de la maldita cena se me acerca, me dice que está él, que esa tarde estuvieron hablando, que le dijo que aquella vez yo había querido en realidad hacer un homenaje a ella contando esa historia, no ponerla en peligro. Peligro de qué, pienso… No me dice qué le respondió. 

Me acerco a saludarlo, han pasado tantos años que no tiene por qué estar siempre pensando igual que su mujer. Lo veo de lejos, alto y flaco en medio del salón. Me asusta. Está viejísimo, parece un cuervo de pelo blanco encorvado en la altura, es oscuro, parsimonioso, esconde secretos, y eso también lo sabe su mujer. Pliega un poco la cabeza, formal, engola la voz y me dice: ¡Qué gordo estás!… ¡estás hecho un chancho! Me cae como una trompada esa frase disgustosa. No respondo. Me alejo. Me siento en la otra punta de la sala. Comienza el acto, muy emotivo y muy académico. Lo llaman a hablar, es el invitado de honor. Da su discurso, cuenta de cuando estuvo preso, de cuando los militares mandaron a matar en la cárcel a un compañero, un músico, que su tarea, ahora, por haber sido testigo, es la de testimoniar el horror que se vivió. Se le quiebra la voz al final, un quiebre que no me convence, disonante. Todos lloran. Las cámaras de TV lo atestiguan y los aplausos también, entrecortados por pañuelos. 

Yo, sentado en primera fila, tengo ganas de levantarme, gritar alguna barbaridad, interrumpirlo, reírme a través de tanto oropel, de tanto mármol. Por miserable, por poco íntegro, por malo, y pienso en todo lo que se exhibe y se esconde detrás de la cacareada Historia con mayúsculas de los justos, de los justicieros: los miles de dramas ridículos de falta de amor, de mezquindad.