—Rescate— El óxido que amamos. Sobre Casa grande, de Cecilia Romero Messein

Siempre me llamó la atención aquello de Sigmund Freud, padre del psicoanálisis (aunque si viviera, quizás hoy aceptaría que le dijeran madre), en La interpretación de los sueños (1900), donde indicaba que, solucionados los problemas de la alimentación y del reparo de la intemperie -techo y ropas-, para el hombre surge la emergencia de su satisfacción sexual y afectiva. Hasta ahí, Freud. Descartando las necesidades llamadas primordiales, de supervivencia, lo demás estaría englobado en el interminable movimiento humano por el cumplimiento cabal de los deseos. Pero descartemos aquí alimento, vestimenta, reposo, y troquemos las cosas; quedémonos con el techo, la casa, unida a la libido afectiva.


Cecilia Romero Messein construye una silueta, desafía la materialidad del guarecerse asumiéndolo como parte indivisa de la psique y las emociones del huésped, porque en Casa grande no hay dueñidad, hay apropiación pero desde la ajenidad en que se convierte el lenguaje de la poesía. Dividido el libro en nueve partes, la sección “Hay algo ajeno” define esto que señalamos. Escribe Romero: “el marco de la puerta es el sostén/para que los hijos no se vayan/para que el amor/sea buscar ese refugio/cuando un terremoto mueva la tierra/nos haga estremecer/nos encuadre ahí/justo donde la puerta debería abrirse/donde se duda del lugar y de las relaciones…/”. La poesía que remite a la casa, encuadra, delimita. Y en el segundo poema de esa sección, surge: “lo que vos dijiste que íbamos a ser/enmudece a los animales que se juntan en la vereda”.
Entonces, silueta. Pero también caracol, imagen del ser que lleva a cuestas su propia vivienda (estuve por escribir vivencia). En el libro de Romero Messein somos lectores caracoles, o al menos eso parece querer decirnos. Si es difícil atreverse al olvido, no es menos fácil atreverse al recuerdo. La casa es un barco ebrio de juventud, escribe en uno de los poemas que da inicio al volumen.

Casa grande como un baile sin ritual, donde la libido está en el deber de nombrar aquello que guarece. En la sección Mudanzas, se habla de “cables para conectar tus soplidos y los míos/resinas de un tiempo que no tuvimos/herramientas con el óxido que amamos”. La mudanza como una ambulancia lenta, a paso de caracol, de objetos, y por qué no, de los seres.
En la sección “La casa dice”, retorna esa ajenidad que traspasa con su óxido (nombre de la alquimia del tiempo) los cuerpos y la materialidad de lo que se carga y consume: “que un matrimonio gastado es también una fruta madura/y todas las metáforas del espejo/que estallan/y hacen trizas una foto familiar”. El espejo que tritura la condensación familiar, y torna a cada uno huésped del sitio que lo cobija, con su lenguaje propio. Un espejo que puede devolvernos nuestra imagen y la de aquella casa que habitamos, pero que, en el fondo, es la casa que llevamos a cuestas, en la espalda, y que no podemos apreciar, por más espejo que haya.
En “Genealogías” salimos de la psicología personal para ingresar en el ensamble de una unión que fuerza lo social. “el lazo también es crisálida”, escribe Romero Messein, dictando las maneras en que el hombre se resuelve como un ser creador por antonomasia, si logra equilibrar los motivos y disponer la atención sobre aquello que lo mantiene en la existencia deseante. En “Construcción”, aparece la duración, la medida con que se contempla algo que, quizás pensamos, debe ser duradero, pero que arrastra cierta imbecilidad democrática en la creencia del perdurar. Una afrenta a la duración. “¿una casa es para siempre?/¿cuánto dura una casa?/el tiempo que tarda/una generación en encontrar su propio laberinto/o el tiempo que tarda en encontrar/un laberinto en que nos perdamos todos”. El poema busca hacer una crisálida del laberinto compartido. Una versión de aquel consejero Krespel, del cuento de E:T.A Hoffmann, quien mandó a hacer una casa que tenía la particularidad de ser inventada, improvisada a medida que la construía, como si el azar fuera el mejor arquitecto de la morada personal.
Casa grande canta -no lamenta, si quieren, susurra- la ajenidad expansiva del deseo que nos atraviesa; los poemas son el reparo con que contamos al vivir entarugados en nuestras moradas, con las vicisitudes de cada existencia. Caracoles que no vemos la quimera pesada a cuestas, pero que está. La poeta lo anuncia, sentenciándolo. “Espero que la casa nos contenga/que nos sople el aliento que nos falta”. A tanta carga asumida, su recompensa; un óxido que oxigena.

Casa grande, de Cecilia Romero Messein. Editorial Nudista. 2018