la Gran Guerra de los Chistes

Comentario a la reseña de Pablo Farrés al libro Los extraestatales de José Retik, publicada en Cuaderno Waldhuter.

Bajo ningún aspecto se trata del caso en que la reseña es mejor que el libro. Tampoco de un juego muy extravagante de comentar una cosa para no decir nada sobre la otra, sino, muy humildemente, de la Conexión Absoluta de la Escritura. Un ejercicio, permítanme la declinación, palimpsestuoso, de escribir ahí donde Todo está escrito: volver a escribir, reescribir. Así y así, la primera señal para ir de Farrés a Retik, ida y vuelta: la Guerra.

Desde hace un largo tiempo, la estructura bélica de la psique retorna en la literatura argentina como su horizonte insuperable y da los mejores libros: los que, como la Guerra, no se estructuran por el gusto, sino por lo fáctico. La Guerra es fáctica y su literatura también, a nadie le importa la moral del gusto. Y es la palabra Guerra la que no se menciona en la reseña de Farrés, con atino. Quisiera, sin quitarle sus rasgos afantasmados con la que comparece en la reseña del autor de Las pasiones alegres, recuperarla ahora y colocarla entre las dos palabras centrales de la lectura. Entre política y delirio: quedaría política-Guerra-delirio.

Farrés hace algo con su lectura de Los extraestatales que me parece central: lo tracciona, traiciona, con una racionalidad política, la del Positivismo Higienista que se esparció a principios del siglo XX en Argentina, y su legado en las políticas neoliberales instauradas desde los ´70 en adelante, en el mundo ya globalizado, e incluso con el actual fascismo post-apocalíptico que vivimos, sin convertir al libro por eso (por referirlo a la «Realidad») en literatura sociológica. Lo coloca así en el corazón de la Realidad misma. Un corazón que la literatura puede tocar como nada ni nadie más puede: así…

Más allá de la evidente venia laisequeana, Los extraestatales se inscribe en el delirio narrativo propio de la literatura nacional, donde todo es susceptible de ser conectado con todo, tal como en la misma estructura lingüística de la realidad, al modo en que Borges narraba y conectaba sus dos vertientes, la metafísica y la sanguínea, proponiendo la exquisita tesis según la cual el infinito es la barbarie (con lo cual Retik muestra que el axioma, también borgiana, que precisa que cada escritor crea a sus precursores, es cierta: Laiseca creó a Borges). El delirio tiene esa forma de metafísica e historia: la violencia del cuchillo ensangrentado en el filo de las estructuras lingüísticas más abstractas, ese doble cruce, donde el cruce de los gauchos Fierro y Cruz dan a Hernández, un intelectual de uñas cuidadas.

Y también existen los chistes.

La novela de Retik se permite el gesto del «escritor salteado», donde cada escenario se abre en forma de prisma y se conectan entre sí de esa manera, tocando la potencia prismática de lo real de la Realidad y permitiendo que así los bolsones narrativos se enlacen salteándose entre sí (suena de lejos Naked lunch de Williams S. Burroughs). «Si hay posibilidad de clasificar un discurso como delirante es justamente porque es el lenguaje el que delira desde su potencia creadora», dice con claridad Farrés. Eso hicieron las vanguardias, Joyce y Kafka, etc. Pero, agrega el reseñista, el libro de Retik avanza y narra, con el dispositivo prismático del lenguaje, las estructuras elementales de los saberes que legitiman y despliegan los juegos de poder: muestra con la barbarie lo que es la cultura, o sea, escribe con la misma barbarie de la cultura lo que ella es.

A mí esto me fascina. Porque la Guerra es eso: la intimidad entre Cultura y Barbarie, lo que es lo mismo: entre la precisión espacio-temporal de la Realidad y su desmembramiento en el infinito.

Y también existen los chistes.

«En todas las variantes aparece la misma cuestión: hay un delirio de la política y una política del delirio», señala más adelante Farrés. Y expone la problemática en la estructura sintáctica («sin táctica», diría Libertella) del genitivo. Si esta conexión gramatical señala una pertenencia de un término a otro, ¿el delirio pertenece a la política o es al revés? En esa indeterminación está la farsa del poder: porque la política como red separa el delirio, lo encierra y/o «deja hacer» en las tapas de la literatura, y sus reproducciones en twitter, pero no lo asume como su propiedad. Esa es la Guerra del poder, de la Realidad: esconder su secreto. Una literatura que lleva esa propiedad delirante al corazón de la política es precisamente la que lúdicamente omite esos juegos de poder, o los hace trastabillar. Esa es su Guerra: tocarle el secreto y decirlo. Pero ese decir no puede ser sino el delirio. En definitiva, el delirio es poner la palabra delirio junto a la palabra política, conectar dos cosas que a priori son imposibles de conectar (por eso la Gran Conexión que fulge en la escritura literaria es delirante: ve «signos por todas partes», dice el personaje Ortiga en la novela).

Y por eso también existen los chistes. Entre las varias escenas para la carcajada del libro (es memorable la escena de la jodita que se pegan Caze y Di Marziani), hay un virus que se esparce por contagio en aquel remoto pueblo de Íbidem con que empieza la cosa, y se llega a un momento donde el personaje Forastero muere por contagio de risa, con un infarto fulminante. Esto me conecta con el gran sketch de los Monty Phyton, The funniest joke of the world. Ernest Scribbler, manufacturer of jokes, escribe el chiste más gracioso del mundo. Y se muere, literalmente, de risa. Cuando la esposa lo encuentra… Lo central: lo usaron para la guerra. Así fue que Churchill incordió a Hitler. En fin. Si hay una literatura que hace algo con el delirio del poder, siempre tiene la forma de Chiste. Y la fórmula sería, ahora, política-Guerra de Chistes-delirio.

¿No es esta la fórmula escrituraria que hizo algo con ese delirio que, por una curiosidad (¿bufa?), todavía nos empecinamos en llamar «literatura argentina»? Hace rato se lo puede decir, y se lo dice en los mejores libros: la Gran Llanura se convirtió en la Gran Guerra (de los Chistes).