Un final con red carpet

Ayer, 30 de septiembre de 2021, día de mi cumpleaños, tenía un turno para ir a control a los 15 días de la operación de chau vesícula.

El día que volví de la operación los geranios muy viejos y resecos que me traje de la casa de mi mamá cuando murió, hace casi 6 años, comenzaron a florecer de nuevo. Lo hacen muy de vez en cuando -en realidad fue solo una vez, hace dos años. Al primero lo vi justo ese día. Es su saludo de bienvenida después de mi internación. Ella está atenta.

Tenía miedo ahora, 15 días después. Todo andaba bien, no había tenido dolores ni fiebre ni náuseas ni vómitos, había hecho una dieta más o menos rigurosa, había bajado de peso. Pero tenía miedo. Desde dos días antes tenía miedo. Lo sentía como una leve tristeza, una pequeña depresión que me achataba la voz y también el látigo del cuerpo para estar respondiendo a lo cotidiano.

En verdad sentía, en medio de ese bienestar físico, la presencia de la muerte.

Varias cosas se acumulaban en coincidencias extrañas, cuándo no en mi vida:

 

-Había redactado de nuevo un testamento, así, por rutina, lo hago de vez en cuando, pero esta vez fue algo más serio y lo mandé a revisar a una escribana. Eso fue el día antes de internarme y no sabía que lo harían, la hospitalización fue inmediata después de entrar en la sala de guardia con ese horrible dolor en la boca del estómago, justo en la boca. La escribana me habló cuando yo estaba esperando ser operado. Le dije que no podía ocuparme de eso en ese momento. Ella sabía que me operarían, y creo que creyó que el testamento necesitaba ser tratado con urgencia por si las moscas.

-Hacía tres años casi exactos que me habían operado de apendicitis.

-De nuevo mi cumpleaños se acercaba.

-De nuevo mi amor estaba algo mal.

-Habían homenajeado en Italia a un amigo, Walter, que hacía 21 años había muerto ahogado en el mar.

-Había tenido una pelea horrorosa con mi hermano y la sensación que sentía era de abandono y soledad y desprotección: él es un médico famoso.

-El volcán de lava de La Palma llegó al mar.

-El día anterior había estado corrigiendo las galeras de un libro que uniría en un solo tomo tres libros míos, muy íntimos, y leerlos de nuevo con atención para ver si había errores me había hecho entrar de nuevo en ese abismo de recuerdos lindos y terribles.

-Hacía 7 años que mi mamá había leído el libro que escribí sobre ella y nuestro vínculo, Perla. Murió un año después.

 

En fin, miedo. Mi amor no podía acompañarme ni yo quería que lo hiciera, porque él estaba mal. Así que me duché y antes de las 12.15, la hora del turno de curaciones, me fui al hospital. Me tomé un tranquilizante.

Era una ciudad. Enorme, laberíntica, toda igual, con miles de personas caminando por los corredores, abarrotando los ascensores, sentados en grupos, silla por medio, en espacios múltiples: Cardiología, Laboratorio, etc.

Era una masa difícil de discriminar, distinguir. Una masa de gente enferma y de acompañantes. Que no sonreía. Creo que no vi una sola sonrisa en las casi 4 horas que pasé allí.

Pagué la consulta y subí al 3 piso. Me fue difícil encontrar el ascensor entre tanto recoveco limpísimo, entré con miedo ascensoril. Luego de presentarme me senté en la sala de espera, que sería de Cirugía. Una sala aireada con grandes ventanales semiabiertos que dejaban ver un día radiante que poco a poco se enmascaró de viento fuerte y se volvió grisáceo.

Encontré una silla para mí y miré. Miré y miré.

Había una pantalla donde aparecía Número 26 a puesto 2 etc. y de vez en cuando alguien con nombre y apellido. Muchas mujeres. Yo sabía que me iban a llamar por mi nombre. Había llegado media hora antes así que, bueno, me resigné a esperar.

Las parejas se sentaban fila por medio, así podían darse vuelta y hablar con las manos tomadas. Quienes no encontraban lugar esperaban parados, con quien estaba más enfermo sentado, apenas se liberaba una silla cerca se lanzaban a ocuparla. Sin hablar. Sin sonreír.

Insisto, no vi una sola sonrisa. Solo a las empleadas, a los médicos que me tocaron y las enfermeras logré sacarles una sonrisa al decirles que era mi cumpleaños, que se apuraran con los resultados. Una me dijo que tendría que haber llevado un pedazo de torta si quería rapidez, otra que le había hecho acordar, menos mal, que era el cumpleaños de su padrino.

Las sonrisas y las risas entonces brotaban con fuerza, con alegría genuina, como si antes hubieran estado sometidos todos a una presión abismal. Eran ellos, personal del hospital, quienes reían. Los enfermos no, porque no escuchaban de mi cumpleaños. En algún momento hasta me dieron ganas de gritarlo en la sala esa de espera para conseguir la chispita.

Toda la gente tenía barbijo y el pelo no sucio, pero no lavado ese día, opaco, mal peinado, con teñidos un poco viejos que mostraban las raíces blancas o de otro color, uno más oscuro. Las canas se enredaban en el pelo de mujeres que apenas habían querido hacerse una cola de caballo.  Algunas lucían carteras caras.

Las tristezas, los dolores, la angustia no les había permitido presentarse radiantes ante sus médicos. No había suciedad, había descuido y desesperación.

Por las escaleras bajaban mujeres peldaño a peldaño, con la cara contraída por el dolor, un hombre llevaba del brazo a una mujer que caminaba muy despacio y a la que se le veía una venda que le agarraba desde el cuello hacia abajo, seguro había tenido una mastectomía. Un joven sufría sin decir nada y su novia o mujer lo tenía de la mano, de lejos, por el asiento imposibilitado al medio.

Esperando un resultado de Laboratorio, que estaría en una hora y tenía que volver a ver al médico que me lo recetó, me fui a comer. En el restorán lindo había muchísima gente. En una mesa doble le pedí a un señor viejo de ojos relucientes azules tristes si podía sentarme a su lado. Antes de que un mozo me cambiara de lugar, no se podía compartir mesa por precaución, me contó, animado por poder hablar con alguien, que le habían detectado un problema en el corazón, algo en su funcionamiento. Lo despedí con pena de tener que dejarlo solo y volver a quedar solo.

Ya hacía tres horas que daba vueltas por los pasillos.

Uno de los menús se había terminado, el otro tenía mucho ajo y lo rechacé y me comí, de repente con hambre, un sándwich de jamón crudo demasiado salado. Lo devoré. Era la primera vez que tenía hambre en dos semanas. Y pedí una cerveza, también la primera.

Un hombre empujaba la silla de ruedas de su mujer, acomodó las sillas y la puso al costado de sí, en la misma mesa en la que habían estado dos chicas jóvenes con una mujer vieja en silla de ruedas, a la que alcanzaban a la boca hojas verdes de algún plato.

Tenía el restorán ventanas enormes por las que se veía de nuevo el día con sol, sin viento.

Fui a ver a mi médico, chiquito y joven, de piel muy blanca y ojos celestes, el que me había quitado los puntos hora y media antes. Ya habían llegado los resultados del laboratorio, no tuve que esperar mucho. Entré y me dijo que el resultado era excelente, excelente. Lo dijo dos veces. Que podía tomar vino por mi cumpleaños sin pasarme de la raya.

Al irme fue que les dije a las empleadas en ese reducto chico que era mi cumpleaños y festejaron. Y quise gritar a los que esperaban su turno mi alegría. Me sentía con ganas de volar, liviano y fuerte, feliz, joven.

 

Mucha gente me saludó por mi cumpleaños y al día siguiente escribí esto:

 

Hoy me gustaría ir extendiendo una alfombra roja delante los pasos que dé cada quien me saludó y otra a quienes se les pasó y otras alfombras rojas a quienes me quieren y no lo hicieron, y otra más a quienes no me quieren, pero pensaron en mí para bien o para mal. Estoy así, algo feliz. Será que anoche tomé mi primer vinito blanco helado después de dos semanas, hice chin chin con amor y con mi amor, recibí unos regalos conmovedores y el alma se me ablandó.

Pongo esta foto mía de cuando tenía 28 o 29, que es la edad que siempre quise tener.