—Rescate— Son pequeños corazones que los murciélagos
Sobre No sabrías escribir mi nombre, de Marcelo Dughetti
Lean de nuevo el título. ¿Listo? Ahora, continúen: “guardan entre sus alas cuando están cabeza abajo/y que me regalan cuando acaricio con mi vara/sus cabecitas de fieltro” ¿Qué es lo que guardan? Frutos rojos, corazones que se pueden sorber amargos. Marcelo Dughetti, autor villamariense con más de 12 volúmenes en su haber, vuelve a atraer la atención de un lector que dejará llevarse por la calidad de una voz que no cesa.
Vamos al libro, de impecable edición. En el prólogo y contratapa, el escritor Sebastián Pons, imperturbable beckettiano, hace un racconto, un repaso por la “ópera minúscula”, por la “sinfonía de criaturas ínfimas” que pueblan este libro. Porque el autor en este caso, observa, y de tanto buscar ha hecho golems pequeñitos, hasta pulverizar su mirada, volverla casi de ensoñación, pero una que atenta contra un mundo –adulto o actual- demasiado poco feliz, si algo de eso que se llama felicidad merece existir.
El libro se lee como un recorrido por un mundo maravilloso, o mejor, como si Andersen transcribiera sus sueños desvelados (Goya, Goya) que leerán niños, en una noche de insomnio. El poeta empieza el despliegue a partir de algo que lo llama (el vocativo es “hermanito”), y que al mismo tiempo, “es lo más pequeño de este mundo”. Desde ahí, no lo abandonará eso indefinible, que lo busca y se vuelve una arcilla impúber, con la condición imperiosa de que sea siempre algo vivo. Ballenas, cíclopes, gatos, murciélagos: por las dudas hay que dejar migas de pan y agua de jengibre en la casa para que esa “ópera minúscula” se alimente. Pero el látigo de la repregunta asalta al poeta: le dicen “hermanito” y él responderá, “Cuántos hermanos puede tener/ el que saltó de las piedras?”, como si el peso gigante estuviera en no dejar dolor en aquello que amamos y que nos quiso.
Imágenes icónicas (y hasta metonímicas, en esto de ver el todo por la parte) serían aquellas que, pasado un tiempo, quedan en la retina, en la memoria de ciertos grupos de ciertos hombres, y que al evocarlas, surge la evidente asociación compartida. Imagen icónica es tanto la boina del Che Guevara, los bigotes de Hitler, el vestido blanco volado y sostenido por Marilyn Monroe, la canción de fondo de El Chavo del ocho y la cantidad de personajes o acontecimientos literarios y artísticos que han marcado nuestra propia sensibilidad humana (Mukarovsky, Mukarovsky): el bar de Dublín, cualquier cuadrante del Guernica, la sonrisa opaca de la Mona Lisa, un rioplatense que tiene la memoria total, el baile violento, resbaloso y político de un hombre sobre su propia sangre mientras vuelvan vísceras de animales por todos lados, entre tantas otras. Hice la mención con un objetivo: sumar a esa cofradía imaginaria al pastor de murciélagos (no estaré para verlo de acá a 80 años, pero apuesto a que será una imagen icónica de Dughetti). Ese pastor es el que pide buscar lo escondido en el corazón de las manzanas. Vuelvan un momento al título.
“Existen los diccionarios/que son fronteras contra las armas/y los dientes de los tigres/que se manchan la cabeza de bondad/pasando los naranjales”. ¿Dónde esconder eso minúsculo, que de tan minúsculo se nos esconde a nosotros, a veces? Eso es jugar, y Dughetti lo sabe. Pero un juego que de lúdico tiene sólo una fracción; es la bondad inaprensible, desinteresada, la que mueve al yo lírico construido en este libro. No sabrías escribir mi nombre busca emular una canción infantil largamente perdida, una vez que poseyó el sueño a ese Andersen hipnotizado por sus fantasmas. De ahí que Pons hable en el prólogo de “minúscula ópera”, y yo sumo “de orquesta lejana”. La poesía, a secas, (Héctor Libertella lo dice de la literatura, pero como la poesía es su mascarón de proa, podemos aplicarlo) es el eco de un sonido que todavía no ocurrió, o que nunca sucederá.
La vulnerabilidad es otro hito. Los aviones plateados, unidos a los aviones rojos con rayos, son un apocalipsis a esa canción, su silencio, su quietud. Porque “los árboles negros/saben más del fuego/que los hombres con sangre en las manos”; los hombres se ensucian las manos con sangre para saber qué es el fuego, y esos árboles lo saben sin tener que comprobar desprecio ni violencia. La metafísica dughettiana es de inmanencia en fuga, como eso que está disperso por la casa, a lo que se le da de comer, se le dejan migas, y que le susurra que no sabría cómo escribir su nombre, porque la denominación, lo destruiría, que es lo que quieren hacer los aviones azules y rojos, nombrar la infancia. Los murciélagos al revés, dados vuelta, no le hacen daño a nadie, dice el pastor, y por eso mismo, viven al revés.
Vivir al borde de los cuentos, en el dobladillo de los vestidos de las hadas; eso salva el poeta en este libro, para que no se mancille esa memoria inaudita y que puede vivir sin atropellar, aunque claro, sin lavarse las manos, porque nada de lo humano le debe ser ajeno, y he ahí el problema: “Nada de lo humano te ha de ser ajeno/pero el murmullo de los murciélagos/ha de hacerte humano”. Dughetti traza la necesidad del hombre de moverse como en un tablero de ajedrez (la vida) para saber cómo sentir el propio imperio, ser dueño del propio mundo, gozarlo sin que el grito silencie al ajeno. En esto, es una poética militante la del autor villamariense.
Las enredaderas son abrazos, y “todo lo que vuela no debe ser interrumpido”, así sean murciélagos o tigres, que logran comprender que no hacen falta los rayos. Eso que está con la voz del poeta, le pide cuidados, de las mascotas, del gato Camilo, pero que se hace una frontera expansivamente hermosa, cuando pide cuidar, “del estambre de luz con el que juega” el felino. Un run run que no debe perderse y que no debe ser escrito en las fraguas de la adultez, porque “¿Si en la caída del sol está tu vida?/¿Siempre tu vida lunar/atestada de peligros?”
No sabrías escribir mi nombre
Marcelo Luis Dughetti; ilustrado por Luciana Villarreal
92 páginas
Mascarón de proa
2019